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26 noviembre, 2012
Comentario Convenio de Vergara.
El convenio de Vergara
“Convenio celebrado entre el Capitán General de los Ejércitos Nacionales D.
Baldomero Espartero y el Teniente General D. Rafael Maroto.
Art. 1º. El Capitán General don Baldomero Espartero recomendará con interés al
Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las
Cortes la concesión o modificación de los fueros.
Art. 2º. Serán reconocidos los empleos, grados y condecoraciones de los generales,
jefes y oficiales, y demás individuos dependientes del ejército del mando del teniente
general D. Rafael Maroto, quien presentará las relaciones con expresión de las armas a que
pertenecen, quedando en libertad de continuar sirviendo defendiendo la Constitución de
1837, el trono de Isabel 2ª y la Regencia de su augusta Madre, o bien de retirarse a sus
casas los que no quieran seguir con las armas de fuego.
[…] Art. 4º. Los que prefieran retirarse a sus casas siendo generales y brigadieres
obtendrán su cuartel para donde lo pidan con el sueldo que por reglamento les
corresponda: los jefes y oficiales obtendrán licencia limitada o su retiro según reglamento.
[…] Ratificado este convenio en el cuartel general de Vergara, a 31 de agosto de
1839. – El Duque de La Victoria. – Rafael Maroto.- Vitoria”.
1.- Clasificación del texto: naturaleza, autor y circunstancias en las que fue escrito
El texto nos presenta una serie de fragmentos del Convenio de Vergara, compromiso sucrito en
1839 por el general Espartero y por el general carlista Rafael Maroto, que posibilitaba la
rendición de las armas por las tropas de don Carlos bajo ciertas condiciones. En este acuerdo
predominó la búsqueda de la reconciliación entre ambos bandos y el deseo de reintegran a los
derrotados carlistas en el nuevo sistema político creado por los liberales vencedores. El
entendimiento sólo fue posible tras el triunfo de las tesis de los carlistas más moderados, los
generales Gómez, Zaratiegui y Maroto, favorables al pacto con los isabelinos a cambio del
respeto a los fueros. Por su parte los carlistas más extremistas, creían absolutamente en el
establecimiento de un gobierno absolutista y se negaron a aceptar cualquier salida pacífica al
conflicto. Fue el propio Maroto quien inició las negociaciones sin el consentimiento del
pretendiente al trono, don Carlos, e incluso ordenó la detención y posterior fusilamiento bajo de
varios generales del sector más conservador del carlismo, como los generales Guergué, Uriz y
Carmona, acusándoles de traición.
2.- Análisis de las ideas principales y secundarias
La idea fundamental es el acuerdo de paz firmado por ambos contendientes, liberales y carlistas.
Las condiciones para el cese de las actividades bélicas se concretan en diez artículos, tres de
ellos incluidos en el texto, de cuya lectura podemos deducir un afán abiertamente conciliatorio.
En el artículo 1º se incluía una ambigua promesa de mantenimiento de los privilegios forales
específicos de vascos y navarros. Espartero, al comprometerse a recomendar […] a proponer a
las Cortes la concesión o modificación de los fueros, actuaba con notable independencia, ya que
sabía que prometía algo que era de la exclusiva competencia de las Cortes soberanas.
El artículo 2º suponía el reconocimiento por parte de los isabelinos de los empleos, grados y
condecoraciones de los oficiales y mandos que habían servido en el bando carlista, para de este
modo facilitar su reinserción en el Ejército regular español. Así lo hicieron generales como Antonio
Urbiztondo, ministro durante el reinado de Isabel II; o Zaratiegui, nombrado director general de la
Guardia Civil.
Por último, el artículo 4º facilitaba el retiro o la licencia a generales, brigadieres, jefes y oficiales
que hubieran servido en los ejércitos de don Carlos.
3.- Cuestiones
a) El Pleito Dinástico: Ley Sálica y Pragmática Sanción
Cuando en octubre de 1830 nació la princesa Isabel, primera hija de Fernando VII, la sucesión al
trono español estaba regulada por la Ley Sálica, promulgada por Felipe V en 1713. Dicha norma,
de origen francés, explicitaba que la corona sólo podía transmitirse entre varones, de tal forma
que las mujeres quedaban excluidas y únicamente podían hacer valer sus derechos al trono en
caso de faltar heredero varón en línea directa o colateral. Sin embargo, esta ley fue derogada por
Fernando VII al conocer la noticia del embarazo de su esposa mediante la aprobación de la
Pragmática Sanción, que imposibilitaba el acceso al trono al infante Carlos María Isidro, que
estaba respaldado por los absolutistas más intransigentes.
Las protestas de don Carlos llevaron a Fernando VII a imponer a finales de 1832 la marcha del
infante a Portugal, por negarse a reconocer a su sobrina Isabel como legítima heredera del trono,
asimismo el monarca destituyó de sus cargos al frente del Ejército a destacados partidarios del
infante y ordenó una amnistía política para todos los liberales presos o exiliados fuera del país.
La creciente tensión entre absolutistas y liberales estalló tras la muerte del rey en septiembre de
1833. Su hermano Carlos reclamó los derechos a la corona frente a su sobrina la princesa Isabel,
que tenía 3 años de edad, provocando la sublevación contra la regencia de la reina madre de las
facciones favorables al absolutismo. Dio comienzo así una guerra civil que enfrentó a los
partidarios carlistas contra los isabelinos. En palabras de Blanco White: “El terco orgullo del
pueblo español, agrupado en dos partidos, resueltos ambos a sacrificar cualquier ventaja en aras
de su dignidad ideal, excluye toda probabilidad de compromiso”.
b.- La primera Guerra Carlista
El conflicto sucesorio ocultaba en realidad un enfrentamiento entre dos sectores de la sociedad
española con intereses ideológicos, políticos y económicos completamente opuestos. El bando
isabelino contaba con el apoyo mayoritario de las clases medias urbanas y de los empleados
públicos, así como con el de la alta burocracia estatal, mandos del Ejército, jerarquías
eclesiásticas, alta nobleza y grandes burgueses. También los liberales, herederos de la
Ilustración y las reformas de Cádiz, eligieron la defensa de los derechos dinásticos de la princesa
Isabel confiando en la posibilidad de que una victoria en la guerra pudiera favorecer su acceso al
poder y facilitar el triunfo de sus ideas. El infante don Carlos, fue respaldado por las partidas
realistas, la intransigencia religiosa del clero y las masas campesinas de Cataluña, el País Vasco,
Navarra, Valencia y Aragón.
Por su parte en torno al carlismo se agrupaban los sectores más tradicionales de la sociedad,
teniendo especial protagonismo en zonas rurales del norte de España, donde la el peso del clero
tradicionalista y un sentido muy arraigado de la vigencia de los fueros estaba presente. Podemos
afirmar que el programa político carlista era poco concreto y bastante simple, ya que se podría
resumir con su conocido lema “Dios, Patria, Fueros y Rey”, así, sus valores y principios
ideológicos más característicos eran:
- La defensa del absolutismo regio de origen divino y de la sociedad estamental.
- El integrismo religioso y la defensa de los intereses de la Iglesia: oposición a la libertad
religiosa, rechazo de las desamortizaciones y mantenimiento del diezmo.
- El mantenimiento de los fueros vascos y navarros amenazados por propuestas
liberales de contenido igualitario, uniformador y centralista.
- El inmovilismo y la completa oposición a cualquier reforma, por considerar a los
liberales como enemigos de Dios y del rey.
- La fidelidad a la patria entendida como un conjunto de tradiciones, normas, costumbres
y creencias seculares recibidas de los antepasados. Los carlistas rechazaban todas las
novedades del mundo moderno y se resistían al avance de la industrialización y del
capitalismo que, según ellos, ponían en peligro de desaparición los fundamentos de la
sociedad tradicional y agraria del pasado.
Desde el punto de vista militar, la guerra civil entre carlistas e isabelinos tuvo tres etapas:
Primera etapa (1833-1835)
El general Tomás de Zumalacárregui, al mando de los 35.000 hombres del ejército
carlista del norte, empleando con éxito tácticas guerrilleras, logró controlar grandes
espacios rurales en las provincias vascas y en Navarra, aunque sólo consiguió dominar
territorios discontinuos y no llegó a ocupar ninguna gran ciudad. Los ataques por
sorpresa del general carlista demostraron la incapacidad del ejército liberal para
sepultar la insurrección.
Los planes de Zumalacárregui, que proponía lanzarse sobre Vitoria, camino de La Rioja
y mirando hacia la capital del reino, fueron rechazados por el pretendiente y sus
consejeros, quienes decidieron tomar Bilbao. Zumalacárregui sabía que el ejército
carlista luchaba contra el tiempo y rechazaba el sitio de la villa vizcaína, pero la
obsesión de los consejeros de don Carlos por la toma de las capitales del País Vasco
prevaleció sobre la experiencia del general.
El asedio de Bilbao, defendida por las milicias locales, dio un giro crucial al desarrollo
de la guerra ya que terminó en fracaso y supuso la muerte de Zumalacarregui, el 24 de
junio de 1835, tras ser herido en una pierna, mientras observa la batalla desde Begoña.
Poco después, los ejércitos de don Carlos levantaron el sitio, pero la villa del Nervión
tuvo que resistir una nueva acometida en 1836. En esta ocasión, las milicias volvieron a
defender Bilbao, mientras esperaban impacientes la llegada del ejército liberal dirigido
por Espartero, quien con la ayuda de la marina británica logró derrotar a los sitiadores
en Luchana y puso fuera de peligro la ciudad.
Segunda etapa (1836-1837)
Tras su éxito en Bilbao, el general liberal Baldomero Espartero accedió al mando supremo
del ejército isabelino y tuvo que afrontar una nueva ofensiva carlista. Los ejércitos
tradicionalistas cambiaron su estrategia embarcándose en una serie de incursiones en
territorio enemigo, penetrando en Castilla, Andalucía, Santander, Asturias y Galicia, con el
propósito de extender los combates a otros territorios, donde suponían la existencia de
partidarios de don Carlos y de atenuar los devastadores efectos de una guerra
ininterrumpida sobre la población de las regiones vasco-navarras. El general Miguel
Gómez llegó hasta Cádiz, el general Juan Antonio Zaratiegui consiguió hacerse, durante
algunos días, con la ciudad de Segovia y las tropas carlistas llegaron incluso hasta
Arganda y Aravaca, a pocos kilómetros de la capital madrileña.
Tercera etapa (1838-1840)
Don Carlos no se atrevió a forzar la entrada en la capital de España y ordenó la retirada.
En octubre de 1937, la expedición de don Carlos cruza el Ebro. El regreso de un ejército
no vencido, pero tampoco vencedor, a unas provincias ya cansadas y exhaustas acelera el
fin.
La crisis interna del carlismo, con enfrentamientos entre castellanos y navarros, la
desmoralización de la tropa, la fatiga de los civiles, todo allanó el camino para el final de la
guerra. En efecto, los fracasos militares provocaron un aumento de las discrepancias, que
terminaron por escindir a los dirigentes carlistas en dos facciones opuestas: por una parte
los ultras más duros, absolutistas, extremistas e integristas católicos, que se negaban a
aceptar cualquier intento de solución pacífica del conflicto; por otro lado se encontraban los
carlistas más moderados, como los ya mencionados generales Gómez, Zaratiegui y
Maroto, que eran conscientes de la imposibilidad de una victoria miliar y se mostraban
favorables a un pacto con los isabelinos a cambio del respeto a los fueros. El general
Maroto, jefe supremo del ejército carlista, que inició las negociaciones sin contar con la
aprobación de don Carlos, llegó incluso a detener y fusilar bajo la acusación de traición a varios generales del sector ultra como Guergué, Uriz y Carmona. Las conversaciones
secretas de Maroto con Espartero culminaron en el Convenio de Vergara, que preparó el
fin de la contienda. El general liberal se comprometía a interceder en Madrid por los fueros,
mientras que los pactistas de Maroto, con sus pagas y ascensos asegurados, reconocían a
Isabel II como reina.
La pacificación del País Vasco permitió a los ejércitos liberales concluir la guerra en 1840
con el sometimiento de Cataluña y el Maestrazgo, donde el general Ramón Cabrera
continuaba resistiendo y se negaba a cumplir el acuerdo de paz. No obstante la guerra civil
concluyó con la victoria de las tropas liberales tras la caída de Morella, último fortín de
Cabrera y con la huida de don Carlos a Francia.
c.- La cuestión foral
El Convenio de Vergara incluía una ambigua promesa de mantenimiento de los privilegios forales
específicos de vascos y navarros. Sin embargo, poco después, en 1841, se aprobaron varias
leyes según las cuales Navarra perdía sus aduanas, sus privilegios fiscales, sus exenciones
militares y sus instituciones propias de autogobierno, como las Cortes. Pero a cambio, los
navarros consiguieron un sistema fiscal muy beneficioso, consistente en el pago de un cupo
contributivo único anual, de reducida cuantía, a la Hacienda estatal.
En 1841, las tres provincias vascas también fueron privadas de privilegios forales, como las
aduanas y las Juntas. Asimismo fue derogado el denominado “pase foral”, un antiguo derecho de
las instituciones jurídicas y municipales de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa a “obedecer pero no
cumplir” y “retrasar pero no suspender” las disposiciones y órdenes del gobierno estatal. No
obstante, la población vasca conservó su exclusión, privilegiada y excepcional, del servicio militar
obligatorio.
Algunos años después, en 1846, se produjo un nuevo recorte de los fueros vascos con la
introducción de los denominados “conciertos económicos”, por medio de los cuales se calculaba
la contribución anual de los ciudadanos vascos a los gastos generales del Estado. La cantidad
total de esta aportación era fijada, de manera pactada, entre los representantes de las
diputaciones forales de las tres provincias vascas y el gobierno estatal. Este modelo fiscal especial
resultó bastante ventajoso para la población vasca.
Durante el Sexenio Democrático, tras la destitución de Isabel II, se abrió una nueva posibilidad
para los partidarios del carlismo. En 1872, el nieto de Carlos María Isidro, Carlos VII para sus
partidarios, encabezó una nueva sublevación que afectó, sobre todo, a Cataluña, al País Vasco y
a Navarra. El programa carlista proponía el legitimismo dinástico en la persona de Carlos VII, el
mantenimiento de los fueros, la ley vieja, y la defensa de la religión y la propiedad.
La guerra duró cuatro años. Don Carlos estableció en Estella un gobierno estable, emitió moneda
y dispuso de fuertes contingentes de artillería y caballería que le proporcionaron algunas victorias
frente al ejército constitucional, como fueron Montejurra, Abárzuza y Lácar, aunque fracasó en
los intentos de ocupación de grandes ciudades como Bilbao y Pamplona.
Tras la restauración alfonsina, el general Martínez Campos derrotó nuevamente a los carlistas,
provocando la marcha de Carlos VII a Francia. Tras la derrota carlista se promulgó la ley de 21 de julio de 1876 que abolió aspectos esenciales de los fueros vasconavarros: aumentó la intervención
del Estado en la administración del País Vasco y Navarra; estableció el servicio militar obligatorio
y la contribución a los gastos de la Hacienda estatal.
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