Los girasoles
ciegos, de Alberto Méndez.
Todos hablaban a menudo de sus padres. Uno de ellos, Tino, con aspecto de cachorro grande y que tenía cada ojo de un color, estaba orgulloso de su padre porque era picador de toros además de oficinista. Disfrutábamos cuando el enorme coche de cuadrillas que funcionaba con gasógeno iba a recogerle y él aparecía, espigado y grave, en el portal con su espectacular traje de luces. Otro de los integrantes del grupo de la esquina, Pepe Amigo, se ufanaba de que su padre cazaba pájaros los domingos en Paracuellos del Jarama: con redes en primavera y con liga durante el invierno. Tenía su casa, diminuta y pobre, llena de jaulas con jilgueros que cubrían por las noches para que descansaran de su agitación durante el día. Al padre de Pepe Amigo le admirábamos porque tenía una motocicleta Gilera con el cambio de marchas en el depósito de gasolina, de forma que, fuera a la velocidad que fuera, tenía que soltar una mano del manillar para cambiar de marcha y eso nos parecía una proeza. Y ello a pesar de que era cojo y llevaba un alza enorme en el zapato derecho.
También recuerdo a los dos hermanos Chaburre, que tenían doce vacas en el patio interior del edificio y abastecían de leche a la vecindad, que acudía a comprarles con las lecheras de aluminio. Su padre las ordenaba y, en las raras ocasiones en que nos dejaban pasar a verlas, todos pensábamos en el valor que implicaba ordeñar aquellas bestias tan enormes y tan hoscas.
Podría enumerar las razones por las cuales todos admirábamos a los padres de los habitantes de la manzana. Ésta fue la única compensación que tuve el día en que se hizo público que el mío no sólo no había muerto sino que estaba en casa cuidándome desde el interior de un armario.
Todos hablaban a menudo de sus padres. Uno de ellos, Tino, con aspecto de cachorro grande y que tenía cada ojo de un color, estaba orgulloso de su padre porque era picador de toros además de oficinista. Disfrutábamos cuando el enorme coche de cuadrillas que funcionaba con gasógeno iba a recogerle y él aparecía, espigado y grave, en el portal con su espectacular traje de luces. Otro de los integrantes del grupo de la esquina, Pepe Amigo, se ufanaba de que su padre cazaba pájaros los domingos en Paracuellos del Jarama: con redes en primavera y con liga durante el invierno. Tenía su casa, diminuta y pobre, llena de jaulas con jilgueros que cubrían por las noches para que descansaran de su agitación durante el día. Al padre de Pepe Amigo le admirábamos porque tenía una motocicleta Gilera con el cambio de marchas en el depósito de gasolina, de forma que, fuera a la velocidad que fuera, tenía que soltar una mano del manillar para cambiar de marcha y eso nos parecía una proeza. Y ello a pesar de que era cojo y llevaba un alza enorme en el zapato derecho.
También recuerdo a los dos hermanos Chaburre, que tenían doce vacas en el patio interior del edificio y abastecían de leche a la vecindad, que acudía a comprarles con las lecheras de aluminio. Su padre las ordenaba y, en las raras ocasiones en que nos dejaban pasar a verlas, todos pensábamos en el valor que implicaba ordeñar aquellas bestias tan enormes y tan hoscas.
Podría enumerar las razones por las cuales todos admirábamos a los padres de los habitantes de la manzana. Ésta fue la única compensación que tuve el día en que se hizo público que el mío no sólo no había muerto sino que estaba en casa cuidándome desde el interior de un armario.
Tema:
Frustración del protagonista por no poder presumir de padre en la niñez y
alivio tras descubrirse la verdad.
Organización de ideas: El texto presenta una estructura interna
bipartita. En la primera parte, se ofrece la visión general que los niños de la
pandilla tenían de sus padres (admiración) y se explican las causas de ella. En
la segunda parte, el narrador-protagonista relata un importante detalle sobre
la relación con su padre.
Primera parte (dos primeros párrafos):
descripción de las relaciones padre-hijo en el vecindario.
-
Descripciones
físicas de los padres
-
Razones por las
que son admirados
Segunda parte (tercer y último
párrafo): confesión de Lorenzo sobre su padre.
-
Compensación que
obtiene al saberse que él también tenía un padre que lo cuidaba.
Resumen:
Lorenzo, el protagonista, recuerda la admiración que todos los niños sentían
por los padres de los demás. Uno de ellos, Tino, estaba orgulloso porque su
padre era picador y oficinista y los niños admiraban su porte cuando venía a
buscarlo el coche de cuadrillas. Pepe Amigo alardeaba de que su padre cazaba
pájaros y a los niños les parecía increíble que pudiera manejar la motocicleta
con una sola mano. El padre de los Chaburre tenía doce vacas que,
valientemente, ordeñaba solo. Lorenzo confiesa que, destapada la mentira sobre
su padre, sintió en consuelo de poder, por fin, presumir de él.
Comentario crítico
Estamos ante un fragmento de Los
girasoles ciegos, la única obra conocida del escritor madrileño Alberto
Méndez. El libro fue publicado en 2004, pocos meses antes de la muerte de su
autor, quien no llegaría a conocer el éxito de su obra ni los premios que ganó.
Componen el volumen cuatro relatos relacionados entre sí pero que mantienen,
por su estructura y su sentido, total independencia.
El texto que comentamos es un fragmento del relato que da título al libro, Los girasoles ciegos, en el que se presenta el drama cotidiano de una familia perseguida por el régimen franquista. Ricardo, padre de Lorenzo y al que todo el mundo cree muerto, debe contemplar desde el armario en el que vive escondido cómo el cura del colegio acosa a su mujer y pretende 'apadrinar' a su hijo. El relato combina tres narradores diferenciados tipográficamente: dos de ellos en primera persona (el cura y el chico) y el otro en tercera. El presente fragmento pertenece al relato que Lorenzo hace de aquella infancia pasados los años.
Así, la atención se centra, precisamente, en la mirada infantil. En los dos primeros párrafos y de forma prolija, el narrador se contagia de la mirada del niño que fue y describe con bastante detalle a los padres de los otros niños del vecindario y las razones que éstos tenían para admirarlos; mientras que en la segunda, mucho más breve y en un tono más dolido y conmovedor, recuerda desde el presente a su propio padre. Llama la atención esta perspectiva infantil, pues las virtudes que se esgrimen de esos padres resultarían, para un adulto, un tanto ridículas: de uno se destaca su porte vistiendo el traje de luces, de otro su maña conduciendo una motocicleta con una sola mano y del último su valor al ordeñar él solo doce vacas. Lorenzo no está comparando desde su visión de adulto a su padre con el de los demás (pues si así lo hiciera seguro que encontraría muchas razones para admirarlo), sino que trata de evocar la impresión que los padres provocaban en su pandilla de amigos cuando todos eran niños. De esta manera, el contraste es terrible, pues el padre de Lorenzo, no es que careciera de virtudes de las que presumir, insistimos, sino que a Lorenzo le estaba prohibido hablar de él, pues debía ayudar a mantener la mentira de que había muerto y nadie -ninguno de sus amigos- podía verlo jamás.
La ironía trágica -a la que se hace referencia al final del fragmento- acentúa la tragedia del niño y esconde una simbología tremenda. Sobre Ricardo la familia ha construido la mentira de que está muerto; pero -y aquí la ironía- será precisamente tras su verdadera muerte cuando se destapará por fin dicha mentira. Es decir: el padre debe morir para hacer de la mentira una verdad, y el niño tendrá que renunciar a su padre en el seno familiar para liberarlo socialmente. El padre de Lorenzo vivía, se ocupaba de él, lo cuidaba y le daba cariño, pero nadie lo sabía, no podía presumir de él ante nadie y de ahí su trauma infantil. Por eso, tras su suicidio, tendrá la necesidad de gritarle al mundo que él también tenía un padre y que le quería, pues esa será la única compensación que obtendrá del fatal desenlace.
La frustración -la castración, podríamos decir- a la que están sometidos los personajes de este relato refleja magníficamente el drama sufrido por tantísimas familias durante el franquismo. Es sorprendente cómo leyendo esta tragedia familiar el lector se imagina perfectamente el telón de fondo de lo que estaba siendo la inmediata posguerra; cómo, a través de este pequeño drama, tan solo una pieza del rompecabezas, Alberto Méndez consigue que compongamos la situación completa. Aquí vemos la frustración de un hombre que tiene que vivir oculto, ignorado, escondido (muerto, podríamos decir) y la de una mujer que debe llevar ella sola el peso de la familia, que es acosada por el cura del colegio de su hijo, sometida a preguntas, obligada a mentir, a estar siempre alerta de cualquier ruido sospechoso, a borrar todas las huellas que su marido deja por la casa cuando alguien llama a la puerta. Y también la de un niño que crece con su padre escondido en un armario, que también es interrogado en el colegio y también obligado a mentir, que debe rezar oraciones y cantar canciones que no sabe, que es vigilado, perseguido y sobre el que pesan toda clase de sospechas. Y sobre todo, por volver al texto, un niño cuyo padre nadie conoce y que se suicida para que los demás puedan, dentro de lo que cabe, vivir...
Tras la lectura de este cuento -y de los otros: cada cual más estremecedor- uno no puede dejar de sentir que es imposible restaurar ciertas heridas. Hay quienes proponen enterrarlas para siempre, olvidar ese capítulo de la historia, bajo argumentos de que pertenece al pasado y abre en la sociedad brechas innecesarias. Pero las heridas no se borran negándolas ni olvidándolas, sino conociéndolas y reconociéndolas para no repetirlas, único consuelo para los inconsolables dolores de tantos. Por otro lado, es sorprendente como en el año 2004, cuando parecía que el arte tenía ya poco que beber del veneno de la guerra y del franquismo, Alberto Méndez sorprende a críticos y lectores con este libro: original, conmovedor y que nos recuerda que todavía se puede escribir mucho y bien sobre ese -para algunos, manido- período de nuestra historia.
El texto que comentamos es un fragmento del relato que da título al libro, Los girasoles ciegos, en el que se presenta el drama cotidiano de una familia perseguida por el régimen franquista. Ricardo, padre de Lorenzo y al que todo el mundo cree muerto, debe contemplar desde el armario en el que vive escondido cómo el cura del colegio acosa a su mujer y pretende 'apadrinar' a su hijo. El relato combina tres narradores diferenciados tipográficamente: dos de ellos en primera persona (el cura y el chico) y el otro en tercera. El presente fragmento pertenece al relato que Lorenzo hace de aquella infancia pasados los años.
Así, la atención se centra, precisamente, en la mirada infantil. En los dos primeros párrafos y de forma prolija, el narrador se contagia de la mirada del niño que fue y describe con bastante detalle a los padres de los otros niños del vecindario y las razones que éstos tenían para admirarlos; mientras que en la segunda, mucho más breve y en un tono más dolido y conmovedor, recuerda desde el presente a su propio padre. Llama la atención esta perspectiva infantil, pues las virtudes que se esgrimen de esos padres resultarían, para un adulto, un tanto ridículas: de uno se destaca su porte vistiendo el traje de luces, de otro su maña conduciendo una motocicleta con una sola mano y del último su valor al ordeñar él solo doce vacas. Lorenzo no está comparando desde su visión de adulto a su padre con el de los demás (pues si así lo hiciera seguro que encontraría muchas razones para admirarlo), sino que trata de evocar la impresión que los padres provocaban en su pandilla de amigos cuando todos eran niños. De esta manera, el contraste es terrible, pues el padre de Lorenzo, no es que careciera de virtudes de las que presumir, insistimos, sino que a Lorenzo le estaba prohibido hablar de él, pues debía ayudar a mantener la mentira de que había muerto y nadie -ninguno de sus amigos- podía verlo jamás.
La ironía trágica -a la que se hace referencia al final del fragmento- acentúa la tragedia del niño y esconde una simbología tremenda. Sobre Ricardo la familia ha construido la mentira de que está muerto; pero -y aquí la ironía- será precisamente tras su verdadera muerte cuando se destapará por fin dicha mentira. Es decir: el padre debe morir para hacer de la mentira una verdad, y el niño tendrá que renunciar a su padre en el seno familiar para liberarlo socialmente. El padre de Lorenzo vivía, se ocupaba de él, lo cuidaba y le daba cariño, pero nadie lo sabía, no podía presumir de él ante nadie y de ahí su trauma infantil. Por eso, tras su suicidio, tendrá la necesidad de gritarle al mundo que él también tenía un padre y que le quería, pues esa será la única compensación que obtendrá del fatal desenlace.
La frustración -la castración, podríamos decir- a la que están sometidos los personajes de este relato refleja magníficamente el drama sufrido por tantísimas familias durante el franquismo. Es sorprendente cómo leyendo esta tragedia familiar el lector se imagina perfectamente el telón de fondo de lo que estaba siendo la inmediata posguerra; cómo, a través de este pequeño drama, tan solo una pieza del rompecabezas, Alberto Méndez consigue que compongamos la situación completa. Aquí vemos la frustración de un hombre que tiene que vivir oculto, ignorado, escondido (muerto, podríamos decir) y la de una mujer que debe llevar ella sola el peso de la familia, que es acosada por el cura del colegio de su hijo, sometida a preguntas, obligada a mentir, a estar siempre alerta de cualquier ruido sospechoso, a borrar todas las huellas que su marido deja por la casa cuando alguien llama a la puerta. Y también la de un niño que crece con su padre escondido en un armario, que también es interrogado en el colegio y también obligado a mentir, que debe rezar oraciones y cantar canciones que no sabe, que es vigilado, perseguido y sobre el que pesan toda clase de sospechas. Y sobre todo, por volver al texto, un niño cuyo padre nadie conoce y que se suicida para que los demás puedan, dentro de lo que cabe, vivir...
Tras la lectura de este cuento -y de los otros: cada cual más estremecedor- uno no puede dejar de sentir que es imposible restaurar ciertas heridas. Hay quienes proponen enterrarlas para siempre, olvidar ese capítulo de la historia, bajo argumentos de que pertenece al pasado y abre en la sociedad brechas innecesarias. Pero las heridas no se borran negándolas ni olvidándolas, sino conociéndolas y reconociéndolas para no repetirlas, único consuelo para los inconsolables dolores de tantos. Por otro lado, es sorprendente como en el año 2004, cuando parecía que el arte tenía ya poco que beber del veneno de la guerra y del franquismo, Alberto Méndez sorprende a críticos y lectores con este libro: original, conmovedor y que nos recuerda que todavía se puede escribir mucho y bien sobre ese -para algunos, manido- período de nuestra historia.